Mi padre nunca pisó la escuela. La Vida
fue su gran maestra y él un excelente discípulo. Mientras pasaba horas y horas
sentado en el tractor iba elaborando estrofas que memorizaba y luego recitaba
en las reuniones de amigos.
Cuando se jubiló le invité a escribirlas.
Juntas formaron el libro “Poema de un hombre del campo”. Para ese libro escribí
un pequeño prólogo, casi en el mismo tono que sus versos, y que ahora, con
ligeros retoques para acomodar las palabras a estos momentos, quiero compartir
a modo de homenaje tras su paso a “la otra orilla de la vida”.
Y con él tres poemas:
-
el
primero, “Recordando a mi madre” en la que evoca la muerte de su madre, mi
abuela.
-
el segundo,
“Pido perdón a un árbol” que expresa su relación con la naturaleza
-
y el tercero, “El emigrante”, un poema de más
contenido social y que provocaba las lágrimas emocionadas de cuantos la
escuchaban al recitarla.
Mi abuelo paterno fue maestro rural que
enseñaba por los campos y cortijos y mi padre sembró de poesía los surcos que
araba y que regó con el sudor de su cuerpo.
Algo de ellos queda ahora en mí: mi
vocación de maestro y mi afán de impregnar la vida de la escuela, de los niños
y de sus maestros, con el aroma de la poesía y de la belleza y con la fragancia
del amor.
HOMENAJE A MI PADRE.
Querido Padre:
Estoy, sin duda, en uno de los momentos
de mayor dificultad para las palabras. Hay quien dice que tengo facilidad para
la escritura, pero hay momentos en los que quizá sea el silencio, o un
prolongado abrazo, o un sentido beso.... los que mejor expresan lo que uno
siente por dentro.
Sabes muy bien a qué me refiero porque tú
mismo has vivido estos momentos de insuficiencia o limitación de la palabra.
Así lo expresas en los poemas que escribes a la esposa de uno de tus hijos, a
una amiga del alma y a tres sobrinos a los que amas en la distancia.
“Cuando
escribo esta poesía
el
bolígrafo se estremece
porque
no puedo escribir
lo
que tú te mereces”.
“He
escrito muchas poesías
algunas
con facilidad,
a
la hora de escribir la tuya
no
me podía concentrar.
Me
reprocho ser tan torpe,
me
lo reprocho mil veces,
por
no poder escribir
todo
lo que mereces”.
“La
pluma tiembla en mis manos
cuando
me pongo a escribir
porque
son tantas las cosas
las
que os quiero decir”.
Es ésa la misma dificultad que
siento hoy ante el teclado.
Son tantas las cosas que te
quisiera decir que la incapacidad me suda por las manos.
Tú las sabes de sobra pero de algunas de
ellas quiero dejar constancia escrita, a ti que te debemos un nombre, un
talante, un linaje, y sobre todo, la vida.
A través de tus poemas he podido acceder a tu mundo más interno,
a tus emociones más hondas, a tus
pensamientos secretos y así conocerte de otra manera, más completa, más
certera.
En cada verso has hecho sonar tu cuerda
más sensible y has lanzado al aire poemas de rabia, de alegría, de tristeza....
de vida.
Muchos de los poemas lo has ido gestando
en el campo, junto al arado, y otros los has escrito en tu último tiempo de jubilado.
Me emocionaba llegar a casa y verte
acariciando el bolígrafo, en la misma mesa camilla en la que mi abuela pasaba
largas horas bordando y en la que yo mismo entregué mis mejores años estudiando.
Y los
recuerdos emocionados me brotan, con la misma frescura que los jazmines de mayo:
sólo paz, alegría, dedicación y entrega hemos respirado a tu lado.
Recuerdo tus manos, modeladas por el frío
y esculpidas por el calor, anotando las sacas y los kilos durante la campaña
del algodón. Yo, mientras tanto, enredado con libros y cuadernos, te miraba de
reojo y veía cómo te miraban los jornaleros.... como alguien honesto, como un
hombre entero.
Y de cuando en cuando, mientras yo
estudiaba en el comedor, te retirabas a tocar la bandurria, en la intimidad de
tu habitación. Las melodías las reiterabas, una y otra vez, y aún puedo oírlas,
decorando y embelleciendo mi etapa de la niñez.
Salías antes que el sol y regresabas a la
hora del ocaso, con pelliza y en bicicleta, y sin apenas descanso. Tantas horas
de trabajo, tantos litros de sudor, regaron nuestro futuro y hoy, gracias a ti,
disfrutamos de lo mejor.
Con el tractor fuiste abriendo la tierra
mientras tu corazón de poeta latía en pensamientos rimados. Tu poesía pone al
descubierto un infinito potencial que no ha podido desarrollarse plenamente por
las duras condiciones de vida que has tenido que vivir. En el poema que dedicas
al abuelo, dices así:
“El abuelo fue un hombre
con talento especial
en la época que vivió
no lo pudo demostrar.
Cuántas veces me decía,
me decía en cada momento,
yo no quisiera morirme
sin decir lo que yo siento”.
Pero sin lugar a dudas, tu poema
mejor logrado, tu poesía mejor construida,
no ha sido otra que tu propia vida.
Una vida de trabajo, de convivencia, de respeto, de
entrega generosa, de honestidad..... que han hecho de ti un hombre íntegro, una
persona cabal.
Siempre te ha rodeado una
atmósfera entrañable y más de una persona me ha dicho: Tú padre, tú padre....
tú no sabes lo que vale.
Sí que lo sé, porque yo también te
admiro y reconozco tu entereza, y sé que de tus genes hemos recibido la
honradez y la nobleza.
Todo el mundo te quería y te respetaba, por algo será, todavía me
sorprende tu apertura de mente y, sobre
todo, tu serenidad.
Y te doy las gracias por tu
conducta y por tu ejemplaridad, por el
modo como has tratado y amaste a mi
madre, sin medida, sin límite y sin final.
Ni un solo mal gesto, ni siquiera
la voz “levantá”, con qué tacto, con qué finura, la has comprendido y la has
sabido tratar.
Ese será sin duda tu gran
testamento, la herencia con la que yo me quiero quedar: tu mirada respetuosa,
tu sacrificio, tu honradez, tu amor a las cosas sencillas y tu defensa de la
verdad.
Como
ves he escrito este líneas a tu modo,
con
tu manera peculiar de rimar,
es
como decirte,
una y mil veces más,
gracias
por lo que escribiste en nuestras vidas,
gracias
por todo, papá.
Y
cuando llegue mi hora,
qué
también me llegará,
a
sabiendas de que Dios goza ya de tu presencia,
espero
que seas tú quien me abra las puertas,
las
puertas de la eternidad.
José
María Toro.
RECORDANDO
A MI MADRE
El diecisiete de Septiembre
yo recuerdo, madre mía,
que te di el último beso
en aquella frente fría,
lo recuerdo con mucha pena
las veinticuatro horas del día.
Cada vez que lo recuerdo
siento angustia en la garganta
¡ay! qué pronto se nos fue
aquella madre tan santa.
Parece que te estoy viendo
el día antes de operarte,
me cogiste de la mano,
ay! de qué forma me miraste.
Parece que Dios te dijo
y te pudo convencer
que tú me estabas mirando,
mirando por última vez.
Por los senderos del amor
tú siempre fuiste caminando
y después de tanta pena
moriste perdonando.
A tus hijos los quisiste
con tanto cariño y amor
que por eso siempre te llevo
en el fondo de mi corazón.
Dentro de aquella choza
que el aire balanceaba
con el candil en la mano
con las mantas nos tapabas.
A las primeras claras del día
que ya se esconde el lucero
en la chimenea no tenías
ni para echarle leña al fuego.
Cuántas fatigas pasaste
lo recuerdo, ¡madre mía!
que tú llorabas por dentro
y por fuera te reías.
Recuerdo aquella noche
que el pantalón me cosías
y yo te ensartaba la aguja
porque tus ojos no veían.
Tus manos quemadas del frío
en tu cabeza el pañuelo,
cuánta penuria pasaste
lavando en aquel cañuelo,
aquella canasta grande
y el cubo de ropa lleno.
Trabajaste con amor
pero tuviste que sufrir tanto
que siendo joven todavía
ya tenías el pelo blanco.
Que envidia le tengo al sol
con esos rayos calientes,
que se van todas las tardes
pero vuelven al día siguiente.
Tú te fuiste madre mía
Un día de madrugá
Y te fuiste para siempre,
para toda la eternidad.
Cuando yo voy a la tumba
nunca te llevo una flor
pero te transmito cariño
con todo mi corazón
porque las flores se secan
con los rayos del sol.
A veces me pregunto
con el alma muy despierta,
te haría alguna vez daño
sin que yo me diera cuenta.
Quisiera tenerte aquí,
eso bien lo sabe Dios,
que del brazo te cogería
para que tomaras el sol.
Recuerdo cuando pequeño
que a ti te daba alegría
cuando en lo alto de una silla
te recitaba poesía.
Te he escrito esta poesía
mientras mis ojos están llorando,
yo sé que tú desde arriba
ahora me estás escuchando.
La muerte nunca perdona
ni al rico ni al mendigo,
yo tengo muchos años,
ya pronto estaré contigo.
PIDO
PERDÓN A UN ÁRBOL.
Con un hacha afilada
muchos cortes te di
pero fuiste duro y fuerte
y conseguiste vivir.
Todos los años te cortaba
y tú sin dejar de crecer,
fuiste tan valiente
que rompiste la pared.
Cuántas veces te corté,
te cortaba cada día
pero ya me convencí
que contigo no podía.
Preguntándome a mí mismo
entonces me convencí
que con la sabia naturaleza
no se puede combatir.
Ya te has puesto grande y fuerte
y tus hojas con gran verdor,
cuando me siento a tu sombra
quiero pedirte perdón.
Tus ramas las mueve el viento,
tus raíces la alimentan,
cuando me apoyo en tu tronco
a veces siento vergüenza.
Cuando mi ropa se moja
y se humedece con el sudor
me pongo bajo tus ramas
para quitarme del sol.
Entre tus ramas observo
como vuela el gorrión
que va buscando su nido
y en su pico un cigarrón.
Alimenta a sus polluelos
con insectos y con amor,
se refugia entre tus hojas
para protegerse del calor.
Y cuando el gato ataca
al gorrión volantón,
se refugia en tus ramajes
y le brindas protección.
Con ese tronco tan grande
tus ramas miran al cielo
y cuando pasa el verano
entregas tus hojas al suelo.
Eres tan inteligente
y te admiro de tal manera
porque tus ramas brotan de nuevo
cuando llega la primavera.
En mis ratos de soledad
le doy vueltas a mi cabeza
cuánto daño hace el hombre
a la sabia naturaleza.
Tengo una deuda contigo
que la tengo que cumplir,
yo
regaré tus raíces
para que puedas vivir.
Cuando pienso lo que hice
la vergüenza me agacha
jamás nunca en la vida
volveré a coger un hacha.
EL EMIGRANTE
Un
día amargo para un hombre
un
veinticinco de enero
que
recibe un pasaporte
para
marcharse al extranjero.
Le
dice su familia
y
le dice el pueblo entero:
tú
no eres español,
que
ambicionas el dinero,
que
abandonas tu patria
y
te marchas al extranjero.
Y
ante aquellas palabras
el
hombre se queda cortado,
pero
piensa y razona
y
después ha contestado.
Soy
español y cristiano
y
a mi pueblo yo venero
pero
no se puede vivir
si
no se gana dinero
y
esa es la causa horrible
que
me impulsa al extranjero.
Se
monta el hombre en el tren,
a
Francia se dirigía,
su
madre, mujer e hijos
en
la estación le despedían.
Cuando
pone su maleta
se
asoma a la ventanilla
sus
lágrimas le corrían
por
el ancho de sus mejillas.
Cuando
emprende su marcha
él
se cambia de vagón
con
lágrimas en los ojos
y
pena en el corazón.
Porque
abandona a sus hijos
y
abandona su nación
y
llorando como un niño
le
pide clemencia a Dios.
¡Ayúdame
Señor Mío!
para
que pueda volver
y
estar al lado de mi madre,
de
mis hijos y mi mujer.
Kilómetro
tras kilómetro
España
la atravesaba
cuando
llegó a la frontera
aquel
hombre suspiraba
con
una pena profunda,
con
angustia en la garganta.
No
suspira por cobarde
ni
mucho menos ¡Díos mío!.
Suspira
porque se aleja
de
su nación y de sus hijos.
Y
ya en tierras francesas
aquel
obrero español,
con
veinte duros de fondo
y
sin tener colocación.
Eso
aburre y entristece
al
hombre de más labor.
El
habla y no lo entienden,
no
sabe dónde va a ir,
preguntando
como pudo
el
hombre llega a París.
A
los cuatro o cinco días
encuentra
colocación
y
con la ayuda de un paisano
trabaja
en la construcción.
Trabaja
de noche y de día
con
esmero y mucho amor
para
ahorrar unos cuartos
y
regresar a su nación.
El
hombre sigue luchando
y
cuando más tranquilo estaba
llega
el cartero a la obra
y
le entrega un telegrama,
el
hombre se estremeció
cuando
vio que era de España.
Pálido
como la cera
¡Dios
mío esto que es!
con
sus manos temblorosas
está
rompiendo el papel
porque
sabe que nada bueno,
nada
bueno puede ser.
Queda
inmóvil y suspira
cuando
dice el contenido
“un
familiar tuyo grave,
ponte
urgente en camino,
aquí
en tu pueblo te espera
éste
tu mejor amigo.
Va
al maestro de la obra
le dijo que se marchaba,
en
el primer tren que pasó
para
España regresaba.
Aquel
hombre se pregunta
cuando
iba montado en el tren:
será
mi Antonio o mi Juan,
o
será mi Rafael.
Será
mi madre querida
o
acaso mi mujer.
Aquellas
revelaciones
le
hacen padecer.
Cuando
termina su viaje
y
a su pueblo llegaba
aquel
amigo tan fiel
en
la estación lo esperaba.
Se
abrazaron los dos hombres
al
tiempo que preguntaba:
“Dime
tú, querido amigo,
qué
ha sucedido en mi casa”.
El
amigo le contesta
sin
decirle la verdad:
“Uno
de tus tres hijos
en
la cama grave está”.
El
hombre salió corriendo
abriéndose
paso entre la gente
y
cuando entra en su casa
un
hijo de cuerpo presente.
Aquel
hombre dio un “chillio”
y
cayó al suelo inconsciente
entrándole
un sudor frío
que
le bañaba la frente.
Una
anciana que es su madre
y
que apenas puede andar
quiere
cogerlo en sus brazos
y
empieza a suspirar,
porque
llorar ya no llora,
no
le quedan lágrimas ya.
Con
sus manos en cruz
ella
le ruega al señor
que
le dé a su hijo salud
y
le dé resignación.
A
aquella vieja que es santa
se
le parte el corazón.
Entra
su esposa querida
con
el corazón derretido
y
con una sonrisa en sus labios
porque
no sabe qué hacer
para
poder consolarlo.
Cuando
el hombre vuelve en sí
a
su hijo lo cogió
y
en aquella frente fría
muchos
besos le dio.
Y
llorando le decía:
“Pero
qué he hecho yo
para
que tan terriblemente
me
castigue el Señor”.
Ya
no te veré salir
con
tu cartera en la mano
camino
del colegio
y
al lado de tus hermanos.
“Adiós
hijo de mi alma”,
decía
aquel hombre llorando,
los
angelitos del cielo
allí
te estarán esperando.
Y
delante de un crucificijo
con
su hijo sobre el pecho:
“¡Díos
mío me lo has quitado,
Tú
sabrás porque lo has hecho”.